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viernes, 21 de noviembre de 2008

1819 – Un mantón para Delfina // Esther Moro

Acomoda su sillón de mimbre junto al ventanal.
Corre las cortinas dejando entrar el sol anémico de las tres de la tarde.
Desde allí puede ver sus plantas, algunas registran la temporada invernal con un agostamiento amarillo en las hojas.
Piensa sin convicción que un día de esos tendrá que remover la tierra y darle humus para que revivan.
Se sienta, apaciguándose lerdamente del trajín cotidiano.
Abre la bolsa que acercó a su regazo y disfruta del intenso color malva de su tejido.
Sonríe.
Corrió toda la mañana con los quehaceres domésticos, pero llegó a la cita de las tres de la tarde con su tejido.
Está tejiendo un mantón con largos flecos, para Delfina, su nieta, que dentro de un rato pasará a visitarla.
Delfina es algo muy especial, no quiere reconocerlo porque le parece injusto para con sus otros nietos, pero ella es su preferida. Es bailarina y anda por la vida tragándose horizontes, danzando con frenesí su tiempo.
De a poco va entrando en el ritmo de las agujas, mientras piensa que Delfina es como ella, sospechosa de algo. Hay gente que haga lo que haga: baile, cocine, pinte, escriba o teja, siempre despierta curiosidad en los otros. A ella todo el mundo suele preguntarle por su afición al tejido, por qué deja cualquier cosa por quedarse tejiendo.
No les digo nada porque no entenderían, cómo decir que tejer me transporta a un lugar secreto dentro de mí que me permite conocer cosas que los que preguntan ni siquiera sospechan. Cómo explicar la experiencia del color que se va haciendo forma al ritmo de las agujas, además tendrían que saber, los que pocos saben, que María Virgen Madre de Dios, también tejía y sigue tejiendo para cubrirnos con mantos de amor.
También atañe a esto lo que escuché de una escritora: tejer es como escribir, se usa el mismo sistema para armar la trama.
—Sí, sí, Delfina es como yo, ella baila. Yo tejo.

Está suspendida en esa burbuja atemporal, donde las manos entregadas a un ritmo insospechado la sumergen en el aquí y ahora donde retoza la eternidad.
Repentinamente una de las agujas comienza a tejer por su cuenta, la trama del tejido crece desmesuradamente, se angosta formando un sendero color malva que la arrastra hacia otro tiempo, donde se encuentra con Delfina galopando con ansias por una llanura sin límites.
El viento les da en la cara, olor a campo, a sudor de caballo, tiempo salvaje y brillante.
A veces Delfina galopa por pura diversión, como en este mediodía resplandeciente, con su única amiga y asistente, la india Camiche. Ella fue asignada al servicio de la señora por Don Pancho Ramírez cuando la trajo prisionera desde los campamentos de Río Grande a los pagos de Entre Ríos.
No siempre pueden salir a cabalgar juntas, Delfina siempre acompaña a Don Pancho y no sólo a galopar, también a pelear. Allí donde él iba, estaba ella con la ajustada chaquetilla roja de insignias doradas fulgurando al sol, sus largas piernas ceñidas por botas negras, poncho y chambergo adornado con una pluma de ñandú , la misma que Ramírez utilizó en su divisa.
Con su voz de adentro ella musita: esta es mi Delfina, “la Delfina, la generala”, la suprema diosa de cabellos cobre que hipnotizaba, con su canto, en el bello idioma portugués de su tierra, a esos rudos hombres del batallón de Ramírez. La prenda que aclamaban con la misma veneración que a su jefe.

El familiar ruido de las llaves en la puerta, la desconcentró de su tarea y la impulsó a levantarse para recibir a su nieta.
Con malestar vio que gran parte de su tejido estaba deshilvanado.
Los puntos perdidos la miraban sorprendidos.

—Entre Ríos, 1819 / Buenos Aires, 2005 —
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