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jueves, 8 de enero de 2009

1840 – De gavilanes y palomas // Nilda Bernárdez

Soy Juan Leiva, llegué ayer, a la caída del sol, acompañando el regreso de una galera desde “Los Cerrillos”. Don Juan Manuel había dispuesto el vehículo para llevar a un fraile hasta la Guardia del Monte. Como regresaba sin ocupante, la gente aprovechó para mandarle al patrón algunas facturas de campo. Lo mío es ocuparme de la mensajería entre la estancia y Buenos Aires, especialmente en lo referente a la administración del establecimiento, lo mismo que de otros establecimientos vecinos. Esta vez traje además, una cantidad de cartas personales; no todas son para el Restaurador; hay para familiares, comerciantes y para despachar a otros destinos. Algunas me las entregaron sigilosamente; bien sabía yo que podría tratarse de quejas, denuncias, chismes, que le llegan frecuentemente al Gobernador.
María Agustina me entregó un sobre, casi cuando estaba rumbeando para el camino. Lo hizo en silencio y desapareció enseguida entre los saludos de despedida. María Agustina es la mujer de Eusebio Garrido, un antiguo cuatrero al que don Juan Manuel, luego de hacerlo castigar, le dio tierras y algunos animales. Lo tenía casi como socio en uno de los campos linderos. Hasta fue padrino de la boda, cuando se casó con María, esa porteña “desterrada” por su familia a causa de su conducta indigna, según se contaba en cuchicheos de señoras.
Soy más bien lerdo para la lectura, pero luchando con las letras, descubrí que la carta estaba dirigida a Fernando Martín Villa, un joven ayudante de Rosas, mozo bien plantado, buen partido, diría más de una madre de hija casadera, haciendo oídos sordos a la fama de galanteador que pesaba sobre él.
Yo debo dejar el envío completo de correspondencia, en las propias manos del Gobernador, mi misión termina allí. El se encarga de repartirla. Más de una vez don Juan Manuel se disculpaba por entregar algún sobre abierto por error, según él. Muchos no creían su disculpa.
Apenas estaba aclarando una franja de cielo por sobre el río, cuando salté del catre. Me atrajo el rumor de voces en el patio; charlando en grupos había hombres de uniforme del ejército federal, algunos paisanos, algún que otro funcionario del Fuerte; todos esperando las órdenes de Su Excelencia.
Don Juan Manuel, sentado en el medio, mientras su fiel Biguá, le acercaba un mate de tanto en tanto, hablaba en voz baja con una persona que inclinada hacia él, le mostraba unos papeles. Un par de ayudantes se movían a su alrededor; uno era Villa.
No necesitó pedir silencio, cuando Rosas se puso de pie, el silencio se hizo en el acto. Tenía unas cuatro o cinco cartas en su mano izquierda. Separó una, mostrándola en alto. El sobre se veía abierto. Con voz clara e intencionada anunció:
—¡Para el gavilán del monte... de su paloma cautiva...!
Superado el primer momento de sorpresa, se fueron animando algunos murmullos, risas contenidas, exclamaciones maliciosas.
No pude menos que mirar a Fernando Villa. Estaba tieso, parado a espaldas de su jefe, sin darse por enterado del reclamo.
—¿No aparece el gavilán? –insistió.
Al no obtener respuesta, hizo una última exhibición del sobre, dibujando un semicírculo a la altura de sus ojos.
El resultado fue el mismo, nadie reclamó para sí, ni para un tercero, la misiva amorosa.
Entonces don Juan Manuel, con gesto aparatoso, la rompió en cuatro partes que arrojó al brasero donde calentaba el agua el cebador. Observó que los papeles terminaran de retorcerse ennegrecidos, echó una mirada celeste a la concurrencia por sobre el mate que sorbía con placer y... volvió a sentarse.
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